martes, 12 de marzo de 2013

Ande Andábamos: La Toscana y cercanías - Parte 2



El día siguiente lo dedicamos a visitar 2 ciudades muy conocidas, bonitas si ser espectaculares y agradables para pasear:  Módena, y Parma.

En Módena, ciudad de nacimiento del gran Pavarotti i de Enzo Ferrari,  disfrutamos de la preciosa Catedral con su Ghirlandina y de su Piazza Grande, ambas Patrimonio de la Humanidad y, como no puede ser de otra manera para un buen guiri, nos hacemos con una botella de su maravilloso vinagre. Ponemos rumbo a Parma pero antes hacemos un alto en un lugar mítico, casi sagrado, para mucha gente. Maranello, sede y centro neurálgico de Ferrari.

Enormes caballos rampantes nos dan la bienvenida en las rotondas de la carretera y allí está. Una enormísima factoría, blindada como si fuera el Pentágono e inexpugnable para el ojo ajeno. De repente un sonido detrás nuestro y un fantasmal Ferrari, todo pintado en negro mate, asoma por encima del cambio de rasante a toda velocidad, pegado al asfalto, como una pantera a punto de atacarnos. Qué maravilla de máquina!!! Emocionados por haber visto un coche de pruebas, vamos a la tienda de souvenirs donde lo único que nos podemos permitir son unas pegatinas. Y así, contentos, ponemos rumbo, ahora sí, a Parma.

Parma, con su arquitectura medieval, su teatro y su Catedral, cuna de Verdi y Bertolucci, con sus bonitas calles y plazas y con su increíble parmesano y su jugoso jamón de parma...una ciudad donde pasear tranquilo y degustar su gastronomía, el delicioso risotto alla pilota típico de la región (se supone que es un plato tradicional de Mantua, pero está tan bueno que te da lo mismo donde lo comas!)

Y estando en esta región de Italia, como no visitar Mantua, en Lombardía, ciudad en a la que huyó Romeo, escenario del Rigoletto y cuyo acceso nos sorprende, ya que Mantua está rodeada por tres de sus lados por el río Mincio y hay que acceder a ella como si de una isla se tratase, atravesando un puente que no deja en sus entrañas. Su casco histórico, como el de gran parte de las ciudades que hemos visitado en nuestro viaje, es Patrimonio de la Humanidad y ejemplo urbanístico del Renacimiento italiano. La belleza de sus palazzos y sus piazzas crea un bello conjunto con las calles empedradas. Nada más llegar a la ciudad tuvimos la suerte de poder ver una pequeña exposición de coches de bomberos antiguos, que tenía pinta de estar siempre abierta al público.

Y, tras dos semanas y media de viaje por tierras italianas ponemos rumbo al punto más lejano de este viaje, tras el cual iniciaremos el retorno a casa. Venecia.

Venecia no nos era una ciudad desconocida puesto que hacía años la habíamos visitado aunque por eso no deja de sorprendernos, para bien y para mal. Dejamos el coche en los gigantescos aparcamientos preparados para ello, 24 euros por día y en vaporetto al centro neurálgico de Venecia. Por un lado, sólo podemos decir que es maravillosa. Que tiene un encanto que no hemos visto en ningún otro lugar. Los oscuros canales por los que corre la vida de las islas y se deslizan, melancólicas, las negras góndolas. Sus laberínticas calles que desembocan en el agua, su miríada de puentes, desperdigados en un caótico orden, las paredes agrietadas y desconchadas, los embarcaderos de madera carcomidos por el agua, los mercados de pescado y fruta, la luz que se filtra en los callejones y seca la blanca ropa tendida...Venecia es hipnótica, es una lugar para perderse, callejear y salirse del plano.  Pero por otro lado, el exceso exagerado de turismo en cualquier época del año, los precios desorbitados de todo, desde alojamiento  a restauración sin olvidarnos del transporte, precios “relativos”, el desdén de los comerciantes, el desprecio de los habitantes, los pequeños engaños para timar al guiri, el circo del turismo, montañas de souvenires baratos,  camisetas de rayas, máscaras de plástico.... A pesar de todo disfrutamos de la Piazza San Marco y visitamos el Palazzo Ducale, paseamos por el puente de los suspiros (aunque el pasadizo que une el palacio con la cárcel está lleno de andamios y anuncios de L’Óreal), descubrimos el Duomo (o la parte que era gratuita del Duomo), montamos en esas pequeñas góndolas que por un euro te cruzan de lado a lado del Gran Canal (puesto que pagar 60-80 euros por un paseo en góndola no está dentro de nuestro presupuesto), intentamos pasear por el Puente de Rialto y nos perdemos, comiendo un helado, por la parte no turística de la isla (tanto que tuvimos que pedir indicaciones para volver al hotel y ni los propios habitantes sabían guiarnos...). En definitiva, un sabor agridulce y la determinación de no regresar mientras recordemos la experiencia.

Tras dos días aparcado en un abarrotado aparcamiento, nuestro coche nos espera con ansia e iniciamos la vuelta al hogar haciendo un par de altos. El primero de ellos... Turín, enclavada entre el Po y los Alpes.

Sin saber muy bien que nos vamos a encontrar, dejamos el coche en el alojamiento, junto al lado del campo del Juventus, y un autobús nos lleva al centro. Sin ser una ciudad bella, Turín nos brinda una tarde tranquila, relajada, paseando por sus limpias calles. Una visita obligada a la Iglesia donde se guarda la Sábana Santa llena nuestra tarde de conjeturas histórico-religiosas. Descubrimos la Mole Antoneliana, sus hermosos palacios barrocos y su plaza principal, una enormidad que desemboca en un florido puente que a su vez conduce a una pequeña Iglesia (perdonad los nombres.. pero hace bastante tiempo que la visitamos y una se hace mayor). Turín también es conocida por ser la cuna del Martini, así que no nos podíamos ir de aquí sin tomar uno, así que nos instalamos en un coqueto local, pedimos dos martinis (que se sirven con una rodaja de naranja) y aprovechamos el delicioso buffet. Una gran despedida de las tierras italianas.

Al día siguiente nos despertamos, no nos vamos a engañar, con ganas de abandonar Italia. Es un país sorprendente, riquísimo en cultura y patrimonio, con una deliciosa gastronomía, un clima agradable, unos paisajes maravillosos pero ya estamos un poco cansados de la conducción italiana y del carácter arisco, chulapillo y abusón de sus habitantes (espero que si algún italiano me lee me sepa disculpar, pues supongo que no todo el mundo es igual).

Así que atravesamos los Alpes con la boca abierta, grabando en nuestras retinas el fantástico paisaje, las carreteras serpenteantes, las verdes montañas con su corona nevada y el cielo azul. Y entramos en Francia, mi adorada Francia. Primer alto, un pequeñísisisisisimo pueblo llamado Mont Dauphin , que estaba haciendo méritos para que sus fortificaciones, hechas por Vauban, fueran reconocidas como patrimonio mundial. Cierto es que la place forte encaramada en una pequeña meseta a los pies de los Alpes goza de un paisaje magnífico. Pedimos un café y ahora ya, sí, nos damos cuenta de que estamos en Francia (qué horror de café).

Y llegamos al último destino de nuestro viaje, Salon de Provence. Para mi todo lo que tenga “Provence” detrás de su nombre ya me gusta. Pero lo que nos encontramos aquí hizo que nos gustara aún más. Tras instalarnos en un modesto hotel, damos una vuelta por el precioso pueblo provenzal. Flores en las ventanas, un pequeño centro fortificado, el olor de la lavanda, las terrazas llenas, las tiendas abiertas, el sol calentando la tarde y un festival de country en medio del pueblo. El ambiente festivo y a crêpe de chocolate llena cada rincón y nos dejamos llevar por él.

Un broche perfecto para completar este maravilloso viaje...

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