Así que, sin saber muy bien qué va en la maleta y qué se ha quedado en casa, nos sentamos en el coche.
Y aquí estamos, haciendo noche en un pequeño pueblo maño, Ateca, donde la calle huele a pueblo (que no a campo), donde decenas de niños corretean en la plaza mayor bajo la atenta mirada de una horda de adultos. Un lugar donde todos cuidan de todos. Cómo nos sorprende ésto a los de la gran ciudad. Damos una vuelta por el pueblo, que bulle de emoción ante la procesión que tendrá lugar en un ratico. Los hombres, con sus largas túnicas moradas, salen de una Iglesia con un paso de Jesucristo al hombro. Las mujeres, velas en mano y mantilla en cabeza, salen de otra Iglesia, siguiendo con paso solemne una imagen de la Virgen. En el centro del pueblo, la plaza abarrotada, espera el encuentro entre un silencio sepulcral, sólo roto por los tambores que vienen de un lado y de otro. Tambores en sonido 5.1. Tras unos minutos juntos, madre e hijo enfilan camino seguidos por silenciosos fieles, que a paso lento se unen al silencioso ruido de tambor.
Un pequeño pueblo, con un bonito casco antiguo y un curioso castillo árabe (que de hecho es el hotel en que nos alojamos, El Castillo de Ateca) nos acogerá esta noche. Tras una cena a base de bocata y cerveza, nos adentramos en la llovizna de la noche camino a nuestra cama y casi antes de que nuestras cabezas toquen la almohada ya estamos dormidos.
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