Hay cosas que empiezan sin
saber muy bien cómo. Un no sé por aquí, un no sé por allí y de repente te
encuentras con un billete de avión en la mano, un hotel reservado en otro
continente y un compañero de viaje inusual.
Y puestos a no contradecir al destino, no sea que se
enfade, anotamos en nuestras agendas, para dentro de muchos meses la palabra
Marrakech, en letras rojas bien grandes. Marrakech… esa ciudad que tanta
curiosidad me despierta, ese destino que siempre está presente pero lejano.
Falta aún tanto que no parece que sea cierto.
Pero sin darnos cuenta,
pasamos la página de nuestra agenda y nos lo encontramos de repente ahí.
En menos de dos días nos vamos y ni las maletas ni nosotros estamos
listos!!! Pasaporte, transfer, una selección cuidadosa de la ropa, pañuelo, guía,
dírhams, chocolate… No ha sido tan grave! Todo está listo a tiempo!
Dejando a nuestras mitades
en tierra, mi amigo Mario y yo empezamos nuestra aventura tan ilusionados como
asustados. Es la primera vez que viajamos los dos juntos. El miedo al compañero
de viaje desconocido y al nuevo país al que nos enfrentamos hace mella en
nuestros nervios. Así que montamos al autobús y ponemos rumbo al aeropuerto de
Girona como si
estuviéramos de excursión del cole. Mientras esperamos para embarcar un café
nos hace compañía y,
casi antes de que se acabe,
montamos en el avión de
Ryanair que (con suerte) nos llevará a nuestro destino.
Tras casi tres horas de
publicidad continuada y alegres tonadillas que nos hacen saber que hemos
aterrizado con vida, digooo… a tiempo, bajamos las escaleras y respiramos el
recalentado aire de Marrakech. En una preciosa sala rellenamos nuestros
formularios de desembarco, un sello, un vistazo de la autoridad y el país se
abre ante nosotros.
Primer contratiempo: ¿dónde
está nuestro transfer?. Decenas de señores con cara de tremenda desidia esperan
a la salida de la terminal con carteles, más o menos elaborados, de riads,
hoteles y nombres de
viajeros. Los revisamos uno a uno, allí, amontonados, mirándonos desde el otro
lado de una banda de separación con sus papelicos en la mano y con esos ojos
negros diciéndo “cógeme”, teniendo un poco la sensación de ser potentados
romanos en busca de un esclavo para nuestra domus. Una vuelta completa y …
nada… no está nuestro señor. A lo mejor no lo hemos visto… Otra vuelta… nada…
empezamos a ser nosotros el espectáculo del aeropuerto. Miramos entre los que
están sentados, los que tienen los carteles boca abajo… nada. ¿Otra vuelta? A
lo mejor nos tiran una moneda… Tranquilidad…llamamos al hotel…o no… el roaming
se ha vuelto loco. Vaaaale…. ¿Otra vuelta? Casi mejor vamos para la puerta, no
sea que esté fuera. La fe mueve montañas pero fuera no había nadie. Empezamos a
pensar en buscar un autobús, o coger un taxi por nuestra cuenta cuando, de repente, un señor con dos carteles
aparece de la nada como iluminado por la divina providencia! Nuestro
transfer!!! Las cosas se van solucionando y al salir del aeropuerto los colores
del cielo nos asombran. Toda una paleta de azules, rojos y púrpuras sobre la
ciudad rojiza, las palmeras se recortan sobre el cielo, mujeres con velo,
familias enteras aupadas en desvencijadas motocicletas, carros con burros, un
tráfico deliciosamente caótico… bienvenidos a Marrakech.
Nuestro coche se escabulle
por los callejones entre carromatos llenos de fruta, autobuses destartalados y peatones osados
y cuando parece que estamos en medio del caos… se para. Hemos llegado. En un pequeño callejón
custodiado por los vendedores de hachís está la entrada a nuestro Riad. Un
establecimiento sencillo, limpio y con una amable recepción. Llegamos hasta
nuestra habitación-jaima situada en la terraza y, a pesar de la falta de
intimidad en cuestiones de higiene, la cama desnivelada y la falta de enchufes,
el lugar nos parece encantador. Un té más tarde, con el plano en la mano y
la noche ya envolviéndonos, el hambre nos hace abandonar la seguridad de
nuestro tapizado alojamiento y nos lanzamos a la noche de Marrakech, esperando no perdernos en
el diabólico entramado de calles que nos rodean y con cierto temor a causa de
las advertencias sobre robos que hemos leído en mil y un blogs.
Sin embargo, paseando entre
los restos del mercado, serpenteando por las calles oscuras donde sólo ves
hombres paseando y gatos gateando, nos encontramos extrañamente tranquilos. En
20 minutos, que se nos hacen un suspiro, empezamos a ver bullicio y se yergue
ante nosotros, orgulloso, el iluminado alminar de la Koutoubia, la principal
mezquita de la ciudad. El trasiego de gente ya nos señala cual es nuestro
camino y en seguida nos adentramos en la enorme plaza Djemma el Fna. ¿Cómo
describirla? Una enorme plaza que parece hervir de vida. Gente que va y viene,
coches, carros de caballos, bicicletas y motos comparten espacio. No es de
extrañar que sea patrimonio inmaterial de la Unesco: Cuentacuentos rodeados de
montones de gente que beben de sus palabras como de la fuente de la sabiduría,
bereberes bailando al ritmo de sus tambores, adivinas sentaditas en sus
taburetes, señores que pasean monos, aguadores vestidos con trajes
extravagantes de los que cuelgan decenas de vasos dorados, acróbatas…. Mil
olores te inundan, procedentes de los incontables puestos de comida que todas
las noches inundan la plaza mientras el humo de las brasas llena el ambiente de
una neblina deliciosamente olorosa y mil voces te llaman a la vez para intentar
convencerte de que pruebes tal o tal manjar. Y al fondo las mil luces de los
zocos iluminan mil maravillas, como si de la cueva de Alí Babá se tratase.
Un poco abrumados por todo
lo que nos rodea, los pensamientos nos van a mil por hora y las palabras se nos
atascan en la garganta en un esfuerzo por asimilar todo lo que vemos. En un
arrebato de sensatez hacemos caso a nuestra guía y nos dirigimos a un
restaurante que está situado en un lateral de la plaza. Nos aposentamos en la
terraza desde la que controlamos el bullicio y pedimos las especialidades del
local: cous cous de vegetales y carne y un tajin de pollo y limón. Qué bueno
todo y…aunque parecía poco…qué montón de comida!!! Hambrientos de nuevos
sabores devoramos nuestros exóticos platos a la par que espantamos al precioso
gato que merodea entre las mesas (ingenuos… un alérgico a la fruta y una
alérgica a los gatos en semejante lugar….hemos ido burlando a la muerte todo el
viaje). ¿Y los precios qué tal? Por menos de 13 euros cenamos los dos, en un
restaurante comme il faut, en tol medio
del meollo turístico de la ciudad. Así que…¿qué más podemos pedir?
Totalmente satisfechos con
todo atravesamos de nuevo las calles oscuras rumbo al hotel, como si lo
hiciéramos todos los días, mirando de reojo todo lo que nos rodea, empapándonos
de la vida nocturna de la Medina de Marrakech aún creyendo que, realmente, no
estamos aquí…
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