Marrakech Día 2 – Descubriendo la ciudad
Nos levantamos descansados
(unos más que otros) con el trinar
de los pájaros que revolotean por la terraza, con los cláxones del tráfico en
las angostas calles, con los exóticos gritos de los comerciantes anunciando sus
mercancías… vamos…que ya no se podía dormir. Entre entradas y salidas de la
habitación para ir al baño (hay poca…digamos… intimidad en una habitación de
tela) preparamos todo lo necesario para explorar la ciudad: pasaporte en el
hotel, dni en las
mochilas, cámaras, móviles, guías, pañuelos…parecemos árboles de Navidad.
Desayunamos tranquilamente en la terraza ese delicioso pan tan fino con un
riquísimo té (no sé si es que todo está buenísimo o que nos lo parece a
nosotros), organizamos la visita y salimos a la calle para patear, patear y
patear.
Nuestro primer destino está
claro: El Palacio El Badi. Casi nada más ponernos en marcha nos damos cuenta
que, aquí, el plano no sirve para nada. Callejas que no existen pero están,
calles rectas que deberían girar, cruces incruzables, bifurcaciones
invisibles…. Esto es un laberinto nivel Madness. A pesar de todo, y gracias a
algunos puntos de referencia, no nos cuesta demasiado llegar al Palacio. Este
monumento, con cuya construcción ambiciosa pretendían erigir un magnífico
edificio, son ahora unas enormes ruinas famosas por albergar en sus murallas
nidos de cigüeñas. Es bonito verlas tan blancas, erguidas sobre los muros
rojizos del palacio y sobrevolar el patio con esa elegancia que las
caracteriza. No tiene desperdicio el pequeño entramado de pasillos subterráneos
ni tampoco el precioso almimbar, uno de los más grandes construidos, con la
curiosidad de que su manufactura fue cordobesa.
Tras un rato dándole vueltas al almimbar buscando unos nombres que no existen, orgullosos de nuestra facilidad para encontrar las cosas y animados por nuestra felicidad viajera, ponemos rumbo a con paso decidido a nuestros siguiente punto en el mapa: las tumbas saadies.
Tras un rato dándole vueltas al almimbar buscando unos nombres que no existen, orgullosos de nuestra facilidad para encontrar las cosas y animados por nuestra felicidad viajera, ponemos rumbo a con paso decidido a nuestros siguiente punto en el mapa: las tumbas saadies.
Seguros de nuestros pasos
andamos, caminamos, paseamos, haciendo camino al andar, como decía Machado,
hasta que…nos caemos de Marrakech. Nos plantamos ante un arco y más allá sólo
se extiende una suerte de Bellvitge marrakechí que nos hace dudar de nuestro
camino… Volvemos la vista atrás y vemos la senda que…sí…se ha de volver a
pisar. Así que marcha a atrás, esquivando carros de melocotones asesinos y
motocicletas kamikazes que acechan tras las esquinas y como por inspiración
divina tomamos una sabia decisión. Preguntar a un policía. Si en Marrakech os
extraviáis y veis a un policía, no dudéis en preguntarle, al menos con nosotros
fueron amabilísimos y encantadores. Una vez que la Ley nos llevó por el buen
camino y un par (o tres) de elecciones discutibles de camino sumadas a un poco
de ayuda de la interesada población local (algunos si no te piden dinero por
indicarte/acercarte al lugar donde vas te llevan a la tienda de su primo…sólo
mirar, amigo!), llegamos a nuestro destino. La mezquita de El Mansour (que
estaba en obras…) y las tumbas. El recinto de las tumbas es pequeño,
aunque muy bonito así que nuestra visita monumental no se alarga demasiado.
Al salir, el simpático señor que nos había indicado par a llegar nos estaba esperando para llevarnos a la cooperativa de mujeres… No, nosotros tomar té! Y allí que dejamos al señor mientras nos escabullimos al interior de un precioso local a tomar un delicioso té (nos hemos puesto de té….). A pesar de las abejas asesinas que nos atacan (una, pobre, y se quedó en el marco de la ventana), el relax se va apoderando de nosotros y parecemos no tener prisa aunque el ansia por seguir descubriendo la ciudad nos hace abandonar la comodidad de los cojines. Al salir del local…!qué sorpresa! El simpático señor nos sigue esperando…y nos lleva a la cooperativa de mujeres (“no” creo que se dice igual en todos los idiomas…) y allí nos abandona en manos de una “farmacéutica” vendedora de especias y remedios mil.
Al salir, el simpático señor que nos había indicado par a llegar nos estaba esperando para llevarnos a la cooperativa de mujeres… No, nosotros tomar té! Y allí que dejamos al señor mientras nos escabullimos al interior de un precioso local a tomar un delicioso té (nos hemos puesto de té….). A pesar de las abejas asesinas que nos atacan (una, pobre, y se quedó en el marco de la ventana), el relax se va apoderando de nosotros y parecemos no tener prisa aunque el ansia por seguir descubriendo la ciudad nos hace abandonar la comodidad de los cojines. Al salir del local…!qué sorpresa! El simpático señor nos sigue esperando…y nos lleva a la cooperativa de mujeres (“no” creo que se dice igual en todos los idiomas…) y allí nos abandona en manos de una “farmacéutica” vendedora de especias y remedios mil.
A pesar de estar muy a
gusto, la tarde avanza, y las horas corren implacables. Así que decidimos
acercarnos a la zona nueva donde nos habían dicho que encontraríamos tiendas,
bancos y McDo. Atravesando la ciudad llegamos a la Koutoubia y comenzamos
nuestro paseo por la Av. Mohammed V , viendo como poco a poco la ciudad se
“globaliza” (dentro de unos límites, claro), y poco a poco los edificios van
perdiendo interés y la ciudad, carisma. Así que nosotros decidimos avanzar
camino atravesando los parques que bordean la avenida. Parques enormes, bien
cuidados, donde parece que el ruido de la ciudad desaparece. Parejas pasean en
recatada actitud, estudiantes revisan apuntes y grupos de jóvenes se amontonan
en los numerosos puntos de conexión a internet. Así, entre el tráfico y los
árboles, y tras una comprobación con el cuerpo de policía, llegamos a la plaza 16
de noviembre. Desde luego es el centro: Blanco, KFC, Zara… escaparates que en
nada difieren de los europeos. Como es tradición en cada viaje, una visita al
atestado McDonalds para cotillear las especialidades locales y llevar a cabo
frikadas imprescindibles y, ya de paso, combatimos los 40 grados que hay fuera
con un smoothie bien frío. Damos un paseo por la zona y, la verdad, es que no
le vemos nada interesante así que decidimos acercarnos al Jardín Majorelle,
cuya belleza es alabada por todo el mundo que habla con nosotros.
Tras orientarnos más o menos
y alguna que otra consulta llegamos a la puerta cerrada del jardín. Según el
horario acaban de cerrar…así que sustituimos la visita de la propiedad de Yves
Saint Laurent por la visita del Acima, una especie de Alcampo. Un paseo por los
pasillos y nos enamoran las galletas “Silvia” y la crema de cacao “Sergio” y
tras algunas adquisiciones menores decidimos que, por qué no! Vamos a celebrar
que estamos en Marrakech con una botella de vino para beber en el hotel! No
encontramos bebidas alcohólicas por ningún lado hasta que nos damos cuenta que
están en una zona aparte, con guardia de seguridad y cajas exclusivas para la
gente que compra alcohol. No hay sacacorchos, abrebotellas ni cosas similares,
así que nos llevamos nuestra botella de vino Gris de Marruecos pensando que,
quizás, la tendremos que dejar en el hotel sin abrir… ¿quién nos mandará
comprar alcohol en un país musulmán?
Cargados como vamos, nos
acercamos nuestro hotel para dejar las bolsas y salir más ligeros de equipaje a
dar el último paseo del día y a buscar un sitio para cenar. Salimos de nuevo a
la calle, y la verdad es que da igual la hora que sea, Marrakech tiene siempre
una luz especial y una vida que contagian al visitante. Sin un destino fijo,
nos perdemos entre las calles, por los zocos. Nos caemos de uno a otro casi sin
darnos cuenta, aquí babuchas, aquí alfombras y aquí metal. Pasamos de calles
atestadas de turismo a otras en que los marrakechíes son los únicos que entran.
Vemos los maltratados patios a través de estrechos pasillos llenos a rebosar de
mercancías de todo tipo, artesanos que trabajan, otros que lo hacen ver, los
olores de las cenas empiezan a llenar las calles, las mujeres hacen pan en las
puertas de los establecimientos y los vendedores de carne y pescado hacen sus
últimas ventas. El mapa no sirve para nada, así que está guardado en el
bolsillo, dejando a nuestra orientación hacer todo el trabajo sucio. Llegamos a
un mercado en una pequeña plaza pensando en tomar un té, cuando una señora entona
su cantinela “lady, henna!!”. Una mirada me delata, un empujón de mi
acompañante, y nos encontramos allí, regateando el precio. 300 dirhams pedía la
señora. Estamos locos!!! España pobre, como Marruecos!! Nosotros hermanos!! Muy
caro!!! Si tú barato, henna mañana adiós! No, no… y el ritual da comienzo con
su maravillosa frase ¿cuánto quieres pagar? Y tú, totalmente desorientado no
sabes qué decir… en fin… Con el truco de sólo podemos pagar esto, no tenemos
más, mira, mete la mano en el bolsillo no hay más dírhams, acabamos
consiguiendo que por 70 dirhams yo tuviera una de las cosas que me apetecía
mucho hacer en Marrakech… un tattoo de henna!!!! (Sí…podeis llamarme guiri
típica y frikosa…). El caso es que, a un gruñido de la señora que dibujaba, me
senté a su lado. Pude observar el precioso trabajo que estaba llevando a cabo
sobre una señora marrakechí, todo un fabuloso intrincado en la palma de la
mano. El temor a que me dieran el timazo y la henna me desapareciera al día
siguiente se desvaneció cuando soltó la mano de la señora y cogió la mía y, sin
cambiar la tintura, comenzó su trabajo. Un foto y 30 segundos más tarde yo me
estaba levantando, feliz como una perdiz con mi preciosa cenefa de henna (aún
sabiendo que el timazo que pegan a los guiris es monumental!!)
Sin parar a tomar el té en
un precioso bar que habíamos visto en la misma plaza, puesto que le habíamos
dicho a la señora que no llevábamos más dírhams, continuamos paseando entre el
olor a cuero y el de especias, yo con el brazo semi en alto como si llevara una
delicada obra de arte recién hecha. En un momento determinado, tras girar,
voltear, ir recto y volver sobre nuestros pasos, parece que nos hemos
desorientado un poco y no sabemos muy bien hacia donde tenemos que ir. Nuestros
pensamiento son interrumpidos por un guapo chico que, en un perfecto castellano
aprendido de sus novias españolas, nos habla y hace su trabajo escupiendo
publicidad del riad que hay a nuestra espalda. Magnífico, barato, fabuloso.
Para la próxima. Voilà un folleto. Y entre unas cosas y otras, subimos a tomar
un té a la terraza y, ya puestos, cotilleamos un poco las zonas comunes del
riad, qué leches! Tras el pequeño descanso que nos ha servido para organizar
dónde iremos a cenar nos despedimos del fantástico comercial que nos indica
amablemente el camino a seguir y nos zambullimos de nuevo en los zocos hacia
Djemma el Fna.
La noche ha caído sobre la
ciudad roja y se ha llenado de luces y olores. La plaza hierve de frenética
actividad. Los turistas deambulan entre los puestos de comida y los camareros
se esfuerzan por cazar alguna presa que sentar a su mesa. Y si dudas…aahhh si
dudas eres hombre muerto… Y nosotros…dudamos. Nos acercamos demasiado a un
puesto y armados de cartas se abalanzaron sobre nosotros. Ante nuestra negativa
que iba desde el “es muy pronto para comer, en España más tarde” o el “luego,
luego” a Mario lo cogieron de la mano para relatarle y enseñarle todas las
delicias que aquel puesto servía y que estaban exhibidas en sendas bandejas
ante las planchas: verduras, pinchos de carne, pescados, ensaladas, aceitunas.
La férrea tenaza no se aflojaba y en cambio la voluntad de Mario era cada vez
más débil. Mientras yo negociando el volver mañana, prometido, y haciéndome
fotos con los camareros, miraba a Mario de reojo, atrapado en la gastronómica
trampa y entablando conversación con una clienta que daba buena cuenta de
algunos platos. Finalmente, de mañana nada, caímos en las simpáticas garras de
los dueños del puesto 22, que nos sentaron entre una señora francesa y su hija
que estaba de prácticas un año en Marrakech, y ante una extraña pareja
compuesta por un señor con pinta de ricachón y su acompañante africana,
poseedora de aquella exótica belleza negra que tenía locos a todos los
camareros. Pedimos un poco de esto y un poco de aquello y rápidamente una
miríada de pequeños platos aparece ante nosotros (algunos sin haberlos pedido
como una salsa, pan y aceitunas, pero que nos comemos igual). Pinchos de carne
a la brasa, berenjenas, pimientos, sabroso pan, calamares. Estando todo
delicioso, devoramos la cena mientras ajustamos el precio que nos han de
cobrar, puesto que en este chiringuito aún no hemos visto ni una sola cuenta
bien hecha. Por suerte en la nuestra no se equivocan y, con las tripas bien
llenas y un delicioso té, nos despedimos de los señores del puesto 22 y, chino
chano, nuestros pies nos guían por el ya familiar camino hacia nuestro Riad. No
deja de sorprendernos, el paseo a través de las oscuras calles es agradable, no
tenemos sensación de intranquilidad, ni miedo atravesando los mercados bien
entrada ya la noche.
Realmente, Marrakech debe tener algo especial…
Realmente, Marrakech debe tener algo especial…
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