lunes, 27 de enero de 2014

AndeAndábamos - Marrakech día 2


 Marrakech Día 2 – Descubriendo la ciudad
Nos levantamos descansados (unos más que otros) con el trinar de los pájaros que revolotean por la terraza, con los cláxones del tráfico en las angostas calles, con los exóticos gritos de los comerciantes anunciando sus mercancías… vamos…que ya no se podía dormir. Entre entradas y salidas de la habitación para ir al baño (hay poca…digamos… intimidad en una habitación de tela) preparamos todo lo necesario para explorar la ciudad: pasaporte en el hotel, dni en las mochilas, cámaras, móviles, guías, pañuelos…parecemos árboles de Navidad. Desayunamos tranquilamente en la terraza ese delicioso pan tan fino con un riquísimo té (no sé si es que todo está buenísimo o que nos lo parece a nosotros), organizamos la visita y salimos a la calle para patear, patear y patear.

Nuestro primer destino está claro: El Palacio El Badi. Casi nada más ponernos en marcha nos damos cuenta que, aquí, el plano no sirve para nada. Callejas que no existen pero están, calles rectas que deberían girar, cruces incruzables, bifurcaciones invisibles…. Esto es un laberinto nivel Madness. A pesar de todo, y gracias a algunos puntos de referencia, no nos cuesta demasiado llegar al Palacio. Este monumento, con cuya construcción ambiciosa pretendían erigir un magnífico edificio, son ahora unas enormes ruinas famosas por albergar en sus murallas nidos de cigüeñas. Es bonito verlas tan blancas, erguidas sobre los muros rojizos del palacio y sobrevolar el patio con esa elegancia que las caracteriza. No tiene desperdicio el pequeño entramado de pasillos subterráneos ni tampoco el precioso almimbar, uno de los más grandes construidos, con la curiosidad de que su manufactura fue cordobesa. 


Tras un rato dándole vueltas al almimbar buscando unos nombres que no existen, orgullosos de nuestra facilidad para encontrar las cosas y animados por nuestra felicidad viajera, ponemos rumbo a con paso decidido a nuestros siguiente punto en el mapa: las tumbas saadies.

Seguros de nuestros pasos andamos, caminamos, paseamos, haciendo camino al andar, como decía Machado, hasta que…nos caemos de Marrakech. Nos plantamos ante un arco y más allá sólo se extiende una suerte de Bellvitge marrakechí que nos hace dudar de nuestro camino… Volvemos la vista atrás y vemos la senda que…sí…se ha de volver a pisar. Así que marcha a atrás, esquivando carros de melocotones asesinos y motocicletas kamikazes que acechan tras las esquinas y como por inspiración divina tomamos una sabia decisión. Preguntar a un policía. Si en Marrakech os extraviáis y veis a un policía, no dudéis en preguntarle, al menos con nosotros fueron amabilísimos y encantadores. Una vez que la Ley nos llevó por el buen camino y un par (o tres) de elecciones discutibles de camino sumadas a un poco de ayuda de la interesada población local (algunos si no te piden dinero por indicarte/acercarte al lugar donde vas te llevan a la tienda de su primo…sólo mirar, amigo!), llegamos a nuestro destino. La mezquita de El Mansour (que estaba en obras…) y las tumbas.  El recinto de las tumbas es pequeño, aunque muy bonito así que nuestra visita monumental no se alarga demasiado. 


Al salir, el simpático señor que nos había indicado par a llegar nos estaba esperando para llevarnos a la cooperativa de mujeres… No, nosotros tomar té! Y allí que dejamos al señor mientras nos escabullimos al interior de un precioso local a tomar un delicioso té (nos hemos puesto de té….). A pesar de las abejas asesinas que nos atacan (una, pobre, y se quedó en el marco de la ventana), el relax se va apoderando de nosotros y parecemos no tener prisa aunque el ansia por seguir descubriendo la ciudad nos hace abandonar la comodidad de los cojines. Al salir del local…!qué sorpresa! El simpático señor nos sigue esperando…y nos lleva a la cooperativa de mujeres (“no” creo que se dice igual en todos los idiomas…) y allí nos abandona en manos de una “farmacéutica” vendedora de especias y remedios mil.

 La verdad es que el lugar era genial y la señora agradable pero quedan muchas horas por delante para empezar a cargar con bolsas. Así pues, tras explicarnos las mezclas de especias para las mujeres que no saben cocinar, y la infusión para que haya batalla de estrellas toda la noche abandonamos el lugar con una tarjeta en la mano y la promesa de volver. Y así, callejeando, con el ámbar destilando su aroma aún en nuestra piel, dejándonos guiar por las calles rojas, llegamos hasta el precioso Palais Bahia. Su precioso patio ajardinado nos enamora inmediatamente, el labrado en puertas y paredes parece irreal y en todo el edificio se respira tranquilidad. Nos sentamos y observamos la delicada combinación de colores de los pequeños azulejos que componen el hermoso suelo, los magníficos dinteles de las puertas, la calidez del mármol, las paredes de un blanco imposible, los juegos de sombras entre los arcos… Nos cuesta salir de éste pequeño remanso de paz para volver a adentrarnos en el infernal bullicio de la ciudad, pero seguimos ansiosos de descubrimiento y allá que nos vamos, satisfechos, del bello palacio.

Siguiendo las recomendaciones de la guía, y con el hambre rugiendo en nuestros estómagos, nos acercamos a la Places des Ferblantiers, en el Mellah, antiguo barrio judío, donde recomiendan comer en el restaurante de la plaza. La tranquilidad es relativa, puesto que es una plaza semicerrada dentro de una mayor (o eso parece en este anárquico urbanismo). Sin saber definir muy bien si hay varios restaurantes o uno, nos sentamos en una mesa y pedimos la especialidad del lugar, el tajin. Pedimos uno de cordero y uno de… carne (ejem…pollo, cordero, ternera y…¿carne? Mejor no preguntar) Rodeados por una familia de mininos, y presenciando algún accidente con un carro de transporte y un pequeño gatito, damos buena cuenta de nuestros platos… ¿no hay nada que esté malo en este país? Comemos de cara a la plaza porque nos es imposible dejar de observar un momento a nuestro alrededor. Parecemos niños pequeños, todo llama nuestra atención e intentamos absorberlo todo como si fuéramos esponjas. Eso es lo bonito de viajar, ¿no?





A pesar de estar muy a gusto, la tarde avanza, y las horas corren implacables. Así que decidimos acercarnos a la zona nueva donde nos habían dicho que encontraríamos tiendas, bancos y McDo. Atravesando la ciudad llegamos a la Koutoubia y comenzamos nuestro paseo por la Av. Mohammed V , viendo como poco a poco la ciudad se “globaliza” (dentro de unos límites, claro), y poco a poco los edificios van perdiendo interés y la ciudad, carisma. Así que nosotros decidimos avanzar camino atravesando los parques que bordean la avenida. Parques enormes, bien cuidados, donde parece que el ruido de la ciudad desaparece. Parejas pasean en recatada actitud, estudiantes revisan apuntes y grupos de jóvenes se amontonan en los numerosos puntos de conexión a internet. Así, entre el tráfico y los árboles, y tras una comprobación con el cuerpo de policía, llegamos a la plaza 16 de noviembre. Desde luego es el centro: Blanco, KFC, Zara… escaparates que en nada difieren de los europeos. Como es tradición en cada viaje, una visita al atestado McDonalds para cotillear las especialidades locales y llevar a cabo frikadas imprescindibles y, ya de paso, combatimos los 40 grados que hay fuera con un smoothie bien frío. Damos un paseo por la zona y, la verdad, es que no le vemos nada interesante así que decidimos acercarnos al Jardín Majorelle, cuya belleza es alabada por todo el mundo que habla con nosotros.

Tras orientarnos más o menos y alguna que otra consulta llegamos a la puerta cerrada del jardín. Según el horario acaban de cerrar…así que sustituimos la visita de la propiedad de Yves Saint Laurent por la visita del Acima, una especie de Alcampo. Un paseo por los pasillos y nos enamoran las galletas “Silvia” y la crema de cacao “Sergio” y tras algunas adquisiciones menores decidimos que, por qué no! Vamos a celebrar que estamos en Marrakech con una botella de vino para beber en el hotel! No encontramos bebidas alcohólicas por ningún lado hasta que nos damos cuenta que están en una zona aparte, con guardia de seguridad y cajas exclusivas para la gente que compra alcohol. No hay sacacorchos, abrebotellas ni cosas similares, así que nos llevamos nuestra botella de vino Gris de Marruecos pensando que, quizás, la tendremos que dejar en el hotel sin abrir… ¿quién nos mandará comprar alcohol en  un país musulmán?

 Cargados como vamos, nos acercamos nuestro hotel para dejar las bolsas y salir más ligeros de equipaje a dar el último paseo del día y a buscar un sitio para cenar. Salimos de nuevo a la calle, y la verdad es que da igual la hora que sea, Marrakech tiene siempre una luz especial y una vida que contagian al visitante. Sin un destino fijo, nos perdemos entre las calles, por los zocos. Nos caemos de uno a otro casi sin darnos cuenta, aquí babuchas, aquí alfombras y aquí metal. Pasamos de calles atestadas de turismo a otras en que los marrakechíes son los únicos que entran. Vemos los maltratados patios a través de estrechos pasillos llenos a rebosar de mercancías de todo tipo, artesanos que trabajan, otros que lo hacen ver, los olores de las cenas empiezan a llenar las calles, las mujeres hacen pan en las puertas de los establecimientos y los vendedores de carne y pescado hacen sus últimas ventas. El mapa no sirve para nada, así que está guardado en el bolsillo, dejando a nuestra orientación hacer todo el trabajo sucio. Llegamos a un mercado en una pequeña plaza pensando en tomar un té, cuando una señora entona su cantinela “lady, henna!!”. Una mirada me delata, un empujón de mi acompañante, y nos encontramos allí, regateando el precio. 300 dirhams pedía la señora. Estamos locos!!! España pobre, como Marruecos!! Nosotros hermanos!! Muy caro!!! Si tú barato, henna mañana adiós! No, no… y el ritual da comienzo con su maravillosa frase ¿cuánto quieres pagar? Y tú, totalmente desorientado no sabes qué decir… en fin… Con el truco de sólo podemos pagar esto, no tenemos más, mira, mete la mano en el bolsillo no hay más dírhams, acabamos consiguiendo que por 70 dirhams yo tuviera una de las cosas que me apetecía mucho hacer en Marrakech… un tattoo de henna!!!! (Sí…podeis llamarme guiri típica y frikosa…). El caso es que, a un gruñido de la señora que dibujaba, me senté a su lado. Pude observar el precioso trabajo que estaba llevando a cabo sobre una señora marrakechí, todo un fabuloso intrincado en la palma de la mano. El temor a que me dieran el timazo y la henna me desapareciera al día siguiente se desvaneció cuando soltó la mano de la señora y cogió la mía y, sin cambiar la tintura, comenzó su trabajo. Un foto y 30 segundos más tarde yo me estaba levantando, feliz como una perdiz con mi preciosa cenefa de henna (aún sabiendo que el timazo que pegan a los guiris es monumental!!)

Sin parar a tomar el té en un precioso bar que habíamos visto en la misma plaza, puesto que le habíamos dicho a la señora que no llevábamos más dírhams, continuamos paseando entre el olor a cuero y el de especias, yo con el brazo semi en alto como si llevara una delicada obra de arte recién hecha. En un momento determinado, tras girar, voltear, ir recto y volver sobre nuestros pasos, parece que nos hemos desorientado un poco y no sabemos muy bien hacia donde tenemos que ir. Nuestros pensamiento son interrumpidos por un guapo chico que, en un perfecto castellano aprendido de sus novias españolas, nos habla y hace su trabajo escupiendo publicidad del riad que hay a nuestra espalda. Magnífico, barato, fabuloso. Para la próxima. Voilà un folleto. Y entre unas cosas y otras, subimos a tomar un té a la terraza y, ya puestos, cotilleamos un poco las zonas comunes del riad, qué leches! Tras el pequeño descanso que nos ha servido para organizar dónde iremos a cenar nos despedimos del fantástico comercial que nos indica amablemente el camino a seguir y nos zambullimos de nuevo en los zocos hacia Djemma el Fna.

La noche ha caído sobre la ciudad roja y se ha llenado de luces y olores. La plaza hierve de frenética actividad. Los turistas deambulan entre los puestos de comida y los camareros se esfuerzan por cazar alguna presa que sentar a su mesa. Y si dudas…aahhh si dudas eres hombre muerto… Y nosotros…dudamos. Nos acercamos demasiado a un puesto y armados de cartas se abalanzaron sobre nosotros. Ante nuestra negativa que iba desde el “es muy pronto para comer, en España más tarde” o el “luego, luego” a Mario lo cogieron de la mano para relatarle y enseñarle todas las delicias que aquel puesto servía y que estaban exhibidas en sendas bandejas ante las planchas: verduras, pinchos de carne, pescados, ensaladas, aceitunas. La férrea tenaza no se aflojaba y en cambio la voluntad de Mario era cada vez más débil. Mientras yo negociando el volver mañana, prometido, y haciéndome fotos con los camareros, miraba a Mario de reojo, atrapado en la gastronómica trampa y entablando conversación con una clienta que daba buena cuenta de algunos platos. Finalmente, de mañana nada, caímos en las simpáticas garras de los dueños del puesto 22, que nos sentaron entre una señora francesa y su hija que estaba de prácticas un año en Marrakech, y ante una extraña pareja compuesta por un señor con pinta de ricachón y su acompañante africana, poseedora de aquella exótica belleza negra que tenía locos a todos los camareros. Pedimos un poco de esto y un poco de aquello y rápidamente una miríada de pequeños platos aparece ante nosotros (algunos sin haberlos pedido como una salsa, pan y aceitunas, pero que nos comemos igual). Pinchos de carne a la brasa, berenjenas, pimientos, sabroso pan, calamares. Estando todo delicioso, devoramos la cena mientras ajustamos el precio que nos han de cobrar, puesto que en este chiringuito aún no hemos visto ni una sola cuenta bien hecha. Por suerte en la nuestra no se equivocan y, con las tripas bien llenas y un delicioso té, nos despedimos de los señores del puesto 22 y, chino chano, nuestros pies nos guían por el ya familiar camino hacia nuestro Riad. No deja de sorprendernos, el paseo a través de las oscuras calles es agradable, no tenemos sensación de intranquilidad, ni miedo atravesando los mercados bien entrada ya la noche.

Realmente, Marrakech debe tener algo especial…

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