lunes, 10 de marzo de 2014

Andeandábamos - Marrakech día 4


Marrakech Día 4 – Au revoir, Marrakech.

 Nos levantamos un poco pesarosos porque hoy nos vamos. Esta ciudad nos ha dado más de lo que pensábamos y siempre es una pena abandonar un lugar que te ha encandilado.
 
Pero dispuestos a aprovechar nuestro último día en tierras marroquís no dudamos en salir disparados a recorrer las calles.

Es temprano y tomamos Un rico zumo de naranja natural en uno de los puestos que amanecen en Djemma El Fna (tuvimos un momento de incertidumbre pues llevábamos dos guías de viaje: una nos decía que era imprescindible tomarlo y otra que ni se nos ocurriera… nos arriesgamos, pero recomendamos que se haga a primera hora de la mañana. No quiero imaginar cómo estará el zumo de naranja cuando lleva 3 horas metido en un tenderete de metal bajo el sol marroquí…)

 
Picados por no haber podido entrar al Jardín Majorelle hace dos días, decidimos que no podemos irnos sin verlo, así que vamos directos hacía allí. Y ahora, por fin, sí que sí. La puerta está en un lateral del edificio, así que no os fieis de la enorme puerta con reja que da a la calle más ancha. Ahí no es! Hay que girar la esquina y encontráis la puerta. Nos adentramos en el pequeño paraíso que Yves Saint Laurent se construyó en Marrakech y en el que pasó sus últimos años. Un jardín de ensueño rodea una casa pintada en brillantes colores azul y amarillo. Cientos de especies de plantas, flores y cactus rodean la vivienda y crean un pequeño oasis alejado del calor de la ciudad. Y, como no, turistas, muchos, todos los que no hemos encontrado en nuestros días anteriores. La verdad es que merece la pena la visita.

 
Intentando aprovechar nuestras últimas horas nos dejamos perder por las callejas de la ciudad. La intención es llegar hasta el zoco de los tintoreros para ver cómo tiñen los tejidos pero es misión imposible y acabamos siendo guiados por un marraquechí a través de la zona menos turística hasta llegar al zoco de los curtidores. Allí nos dan unas ramas de menta para soportar el fuerte olor y nos ilustran en el arte del curtido tradicional de pieles: que si cal, que si caca de paloma, que luego se cepilla, que después a secar. Ahora foto. Y tú obediente tomas la foto de la curtidoría, tan parecía a aquellas que salen en los documentales que te da la sensación que va a salir una cámara de tv en cualquier momento. Una cámara no, pero una mano pidiendo dírhams por la visita sí. Sacamos las pocas y miserables monedas que tenemos en los bolsillos y el señor, un poco enfadado, nos despacha y nos manda a la tienda a comprar artículos de piel. Un vistazo a los precios y no nos podemos de acuerdo con unos pufs de piel de camello. Así que con ese desparpajo español abandonamos al puñado de guiris que están atrapados en las redes de los vendedores de la tienda a punto de aflojar las tarjetas de crédito y salimos a la calle.

 
Ya liberados, pero solos en medio de la nada, comenzamos a caminar para intentar llegar a algún lugar conocido. Como si fuéramos de la ciudad de toda la vida vamos paseando aparentando seguridad en nuestro camino pues no nos apetece que otro amable señor se preste a acompañarnos a ningún sitio más. Por suerte acabamos topando con una señal que nos pone en la buena dirección y en menos de nada llegamos de nuevo a territorio conocido. Nuestro nuevo intento por llegar a las tintorerías se ve de nuevo frustrado y nos conformamos con ver las lanas de colores que adornan los palos de las techumbres del zoco mientras se secan bajo el implacable sol de mediodía irradiando alegría y vida.

 
Aprovechamos para hacer las últimas compras, algunos regalos para los que se han quedado en casa y otros regalos para nosotros, claro. Tanto regateo nos lleva a entablar conversación con un simpático vendedor, un joven que vivió en Francia en un tiempo y que tras un rato de regateo empezó a preguntar a mi compañero cuantos camellos quería por mí. Tras declinar una invitación a tomar té a su humilde hogar agarramos nuestras bolsas y vamos a buscar algún sitio donde comer antes de ir a por nuestras maletas.

 
Repetimos el precioso restaurante de Djemma el Fna en el que cenamos el primer día y con la reticencia en nuestros pies enfilamos por última vez el camino que ha de llevarnos de vuelta a casa. Vamos respirando las especias a nuestro paso y medio corriendo llegamos al hotel donde ya nos espera el coche para llevarnos al aeropuerto.

 
Por las ventanillas del coche vamos mirando como esta ciudad roja y marrón se va escurriendo bajo las ruedas. Los edificios van desapareciendo a la par que una tierra agreste se enseñorea del paisaje. Llegamos al moderno aeropuerto donde nos espera el aire acondicionado. El exotismo ha quedado atrás, más allá de los muros de cristal de diseño moderno y global. En nuestros recuerdos han quedado los mercados, los olores y las miradas de la gente. Nuestras almas han absorbido los colores, los brillos y la cálida luz de la ciudad.

Y en nuestros corazones habrá siempre un trocito de Marrakech.

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