Marrakech
Día 4 – Au revoir, Marrakech.
Nos levantamos un poco
pesarosos porque hoy nos vamos. Esta ciudad nos ha dado más de lo que
pensábamos y siempre es una pena abandonar un lugar que te ha encandilado.
Pero dispuestos a aprovechar
nuestro último día en tierras marroquís no dudamos en salir disparados a
recorrer las calles.
Es temprano y tomamos Un
rico zumo de naranja natural en uno de los puestos que amanecen en Djemma El
Fna (tuvimos un momento de incertidumbre pues llevábamos dos guías de viaje:
una nos decía que era imprescindible tomarlo y otra que ni se nos ocurriera…
nos arriesgamos, pero recomendamos que se haga a primera hora de la mañana. No
quiero imaginar cómo estará el zumo de naranja cuando lleva 3 horas metido en
un tenderete de metal bajo el sol marroquí…)
Picados por no haber podido
entrar al Jardín Majorelle hace dos días, decidimos que no podemos irnos sin
verlo, así que vamos directos hacía allí. Y ahora, por fin, sí que sí. La puerta
está en un lateral del edificio, así que no os fieis de la enorme puerta con
reja que da a la calle más ancha. Ahí no es! Hay que girar la esquina y
encontráis la puerta. Nos adentramos en el pequeño paraíso que Yves Saint
Laurent se construyó en Marrakech y en el que pasó sus últimos años. Un jardín
de ensueño rodea una casa pintada en brillantes colores azul y amarillo.
Cientos de especies de plantas, flores y cactus rodean la vivienda y crean un
pequeño oasis alejado del calor de la ciudad. Y, como no, turistas, muchos,
todos los que no hemos encontrado en nuestros días anteriores. La verdad es que
merece la pena la visita.
Intentando aprovechar
nuestras últimas horas nos dejamos perder por las callejas de la ciudad. La intención
es llegar hasta el zoco de los tintoreros para ver cómo tiñen los tejidos pero
es misión imposible y acabamos siendo guiados por un marraquechí a través de la
zona menos turística hasta llegar al zoco de los curtidores. Allí nos dan unas
ramas de menta para soportar el fuerte olor y nos ilustran en el arte del
curtido tradicional de pieles: que si cal, que si caca de paloma, que luego se
cepilla, que después a secar. Ahora foto. Y tú obediente tomas la foto de la
curtidoría, tan parecía a aquellas que salen en los documentales que te da la
sensación que va a salir una cámara de tv en cualquier momento. Una cámara no,
pero una mano pidiendo dírhams por la visita sí. Sacamos las pocas y miserables
monedas que tenemos en los bolsillos y el señor, un poco enfadado, nos despacha
y nos manda a la tienda a comprar artículos de piel. Un vistazo a los precios y
no nos podemos de acuerdo con unos pufs de piel de camello. Así que con ese
desparpajo español abandonamos al puñado de guiris que están atrapados en las
redes de los vendedores de la tienda a punto de aflojar las tarjetas de crédito
y salimos a la calle.
Ya liberados, pero solos en
medio de la nada, comenzamos a caminar para intentar llegar a algún lugar
conocido. Como si fuéramos de la ciudad de toda la vida vamos paseando
aparentando seguridad en nuestro camino pues no nos apetece que otro amable
señor se preste a acompañarnos a ningún sitio más. Por suerte acabamos topando
con una señal que nos pone en la buena dirección y en menos de nada llegamos de
nuevo a territorio conocido. Nuestro nuevo intento por llegar a las tintorerías
se ve de nuevo frustrado y nos conformamos con ver las lanas de colores que
adornan los palos de las techumbres del zoco mientras se secan bajo el
implacable sol de mediodía irradiando alegría y vida.
Aprovechamos para hacer las
últimas compras, algunos regalos para los que se han quedado en casa y otros
regalos para nosotros, claro. Tanto regateo nos lleva a entablar conversación
con un simpático vendedor, un joven que vivió en Francia en un tiempo y que
tras un rato de regateo empezó a preguntar a mi compañero cuantos camellos
quería por mí. Tras declinar una invitación a tomar té a su humilde hogar
agarramos nuestras bolsas y vamos a buscar algún sitio donde comer antes de ir
a por nuestras maletas.
Repetimos el precioso
restaurante de Djemma el Fna en el que cenamos el primer día y con la reticencia
en nuestros pies enfilamos por última vez el camino que ha de llevarnos de
vuelta a casa. Vamos respirando las especias a nuestro paso y medio corriendo
llegamos al hotel donde ya nos espera el coche para llevarnos al aeropuerto.
Por las ventanillas del
coche vamos mirando como esta ciudad roja y marrón se va escurriendo bajo las
ruedas. Los edificios van desapareciendo a la par que una tierra agreste se
enseñorea del paisaje. Llegamos al moderno aeropuerto donde nos espera el aire
acondicionado. El exotismo ha quedado atrás, más allá de los muros de cristal de
diseño moderno y global. En nuestros recuerdos han quedado los mercados, los
olores y las miradas de la gente. Nuestras almas han absorbido los colores, los
brillos y la cálida luz de la ciudad.
Y en nuestros corazones habrá siempre un
trocito de Marrakech.
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