martes, 23 de octubre de 2012

Andeandábamos: El remember de un fin de semana en las tierras de Vlad.

Hace ya un tiempo que comienza a ser bastante que nos montamos en un avión llenos de ilusión y alegría por el destino. Emocionados pusimos rumbo a Rumanía, tierra de Vlad Tepes, de leyendas y contrastes. ¿Lo peor del viaje? Qué sólo fueron 3 días...



Mayo de 2008. Primer contacto con una compañía aérea de la que no conocíamos ni el nombre. En el aeropuerto esperamos nuestro embarque. Nosotros dos y un amigo viajamos a tierras extrañas donde nos estarà esperando el cuarto acompañante de esta pequeña aventura. Jugamos con ventaja, claro, puesto que la chica que nos espera en Bucarest es de allí, así que por primera vez nos dejamos llevar, guiar y aconsejar.

Llegamos al pequeño aeropuerto de Bucarest de madrugada y allí nos espera nuestra simpática (y en aquel momento desconocida) anfitriona. Escoge con cuidado un taxi, acorde a todo un sistema oculto de redes de transporte y atravesamos la ciudad vacía y oscura. Nos bajamos en su casa y aquí está nuestro primer contacto con el país. Una cultura un poco distinta y aún los vestigios de un régimen socialista-dictatorial no tan lejano. Los edificios, altos, al más puro estilo soviético esconden pequeños jardines, todo cubierto por la humedad y la noche. Una vez en el apartamento, zapatos en la puerta pues todo el suelo está alfombrado. Nos resulta curiosa la distribución del piso y su tamaño, enorme y así, poco a poco vamos asimilando las pequeñas diferencias hasta que nos quedamos irremediablemente dormidos.

Estando en lo mejor del sueño, vaya mala suerte! Suena el despertador. Bueno... tan mala suerte no, que lo hemos puesto nosotros. Así que habiendo dormido 2 horas nos levantamos llenos de energía (mentira... y de las gordas), recogemos nuestras mochilas al más puro estilo Pekín Express (tras tener algún altercado con candados rebeldes y dar por perdida y destruida mi bolsa) y nos dirigimos a la estación de tren.

Poco menos que encantados nos montamos en aquel tren que atravesará los míticos Cárpatos, un tren de aquellos que cuesta de ver, con sus departamentos individuales de madera, con puerta. Diríase que estábamos en el Howart Express pero sin ranas de chocolate. Emocionada me pego a las ventanas para disfrutar de la oscuridad del bosque y de la niebla que lo envuelve. Las leyendas se enredan en cada árbol y las pequeñas cabañas que aparecen de cuando en cuando, solitarias en mitad de la foresta, están bañadas por una atmósfera misteriosa. Una amable viajera intenta explicarme todo lo que aparece por las ventanas pero hay algunos pequeños problemas de comunicación (básicamente mi rumano es inexistente y su inglés no era mejor). Pero es sorprendente como al final los seres humanos son capaces de entenderse si ponen un poco de voluntad. El traqueteo del tren y las pocas horas de sueño acaban venciendo a la emoción y vamos cayendo, uno a uno, en los brazos de Morfeo mientras nos adentramos en Transilvania.

Cuando nos bajamos del tren, un caffe latte y ahora cogemos un autobús hasta nuestro destino, Bran. Atravesando ahora la Rumanía rural, nos damos cuenta de lo diferente que es este país. El autobús que hemos cogido no tiene más de 2 asientos iguales, desgastado y atrotinado sigue su ruta, por carreteras mal asfaltadas, adelantando coches antediluvianos y carros de caballos. Los animales sueltos contrastan con las hermosas casa que van apareciendo, aquí y allá, a lo largo del camino.

Después de esta experiencia, llegamos a Bran, un pequeño pueblo famoso por albergar el castillo del Conde Drácula. Nada más lejano de la realidad. En este precioso castillo encaramado en lo alto de una colina se rodó la clásica película de Drácula, pero aquí jamás vivió Vlad Tepes aunque sí que se cuenta que pasó algunas noches en él. Del castillo original donde vivió el Príncipe, la ciudadela de Poenari, únicamente quedan sus ruinas y están en Arges (Valaquia) y hay que tener en cuenta que a pesar de la leyenda creada alrededor del “Empalador” hay que decir que en Rumanía es considerado héroe nacional por su lucha contra el dominio turco. De sus métodos de lucha no vamos a decir nada…

Así que aquí estamos, en Transilvania, con los Cárpatos a nuestras espaldas y supurando emoción por todos nuestros poros!! Tras una búsqueda por el pequeño pueblo llegamos a nuestro hotel, una preciosísima casa toda de madera, con enormes y acogedoras habitaciones con una decoración digna de la casa de David el Gnomo. Este pueblo se ha creado alrededor del castillo así que no podemos decir que sea muy ordenado, ni que tenga calles claramente delimitadas y eso le confiere aún más encanto, dándole un toque de aldea, de esas de las películas. Un paseo nos descubre que, ciertamente, la leyenda de Drácula está muy presente, pues sólo nos rodean puestos y tenderetes de souvenires con vampiros y la cara del príncipe Vlad estampada en camisetas, llaveros, imanes, tazas… un poco de artesanía local y un bar cuyos asientos son ataúdes acaban de darle el toque adecuado a aquellos que llegan ávidos de leyendas macabras. Y claro, como no, yo me vuelvo loca con tanta cosa!

Una comida llena de platos típicos sabiamente aconsejados por nuestra anfitriona (que demuestra una paciencia inagotable ante nuestras numerosas preguntas) nos muestra la riqueza de la gastronomía rumana, tan influenciada por las culturas turca y húngara. Todo nos parece riquísimo (bueno… la polenta un poco cargante) y nuestras pancitas se enamoran de algunos platos como el queso cascaval rebozado o los micis.

La visita al castillo es totalmente recomendable. Para llegar atraviesas un precioso parque con réplicas de casas rurales de diferente regiones del país que van animando la subida hasta el castillo. Precioso, cuidado y reformado, con su patio triangular y sus escaleras ocultas, es una joya nacional. Rumores de que un comprador privado quiere hacerse con él nos hacen lamentar la remota posibilidad de que lo cierren al público. Pero mientras, ahí se yergue, blanco, bajo el cielo gris y brumoso, apareciendo entre los verdes árboles.

Un sueño reparador tras ver Eurovisión y, ahora sí, nos levantamos con energía, el sol brilla, el aire es limpio y estamos ansiosos de descubrir cosas nuevas. Y así, nuestra maravillosa guía nos muestra otra joya de la gastronomía, pero con fuerte influencia húngara, así que pudiera ser un dulce húngaro (Y sí… nos gusta comer…). El problema es que no consigo recordar el nombre! Era como un rollo hueco dulce, enorme y riquísimo, que hacían a ritmos vertiginosos y que espolvoreaban con chocolate, almendra o azúcar. Sin palabras!

Felices como perdices y mochilas al hombro, ponemos rumbo a Brasov, una preciosa ciudad rodeada totalmente por los Cárpatos y sus oscuros bosques poblados de osos. No, no es una exageración. Los osos entran en la ciudad para comer de la basura, así que… cuidadín. Un paseo bajo el sol visitando la Iglesia Negra, sus calles principales y el mirador, desde el que se ve toda la ciudad y su curioso enclave. Un poco de shopping, una buena comida rumana (jooosss) y una cerveza al sol y volvemos al tren, ahora a uno más moderno (lástima). Vamos hablando de lo que hemos visto mientras el sol se oculta y el bosque se transforma en una nada negra como la boca de un lobo. Churruscaditos por el sol del campo llegamos a Bucarest, a dormir y preparar la visita para el día siguiente.

Hoy nuestra anfitriona trabaja y tras acompañarla iniciamos nuestro descubrimiento de la capital del país. El Palacio del Parlamento, conocido como la Casa del Pueblo, nos deja con la boca abierta. Y no sólo por el mal estado que muestra el gigantesco parque en el que está enmarcado, sino por las dimensiones descomunales del edificio. Estamos hablando del segundo edificio más grande del mundo (después del Pentágono), construido durante el mandato de Ceausescu. Dejando atrás ese coloso de hormigón nos sumergimos en una ciudad un tanto caótica, llena de contrastes. Una ciudad que parece anclada en el pasado pero que no deja de lucha por aferrarse al futuro. Obras por doquier levantan polvo y que se mezcla con la suciedad de algunas zonas. Metros y metros de cable cuelgan, como olvidados, por encima de las calles, por las fachadas, por el suelo... y los miramos con una cara mezcla de incredulidad y sorpresa mientras analizamos todos los peligros que suponen. Antiguos coches de matrículas desconocidas se mezclan con flamantes últimos modelos. Mujeres de negro, encorvadas, que caminan con el pañuelo en la cabeza se cruzan con bellezas rubias, embutidas en caros tejanos y con maquillaje hasta en el carné de identidad. Los edificios que nos rodean nos muestran el pasado de la ciudad, ese aire comunista que desprenden despierta nuestra curiosidad, pues no se sabe mucho del régimen socialista que sumió a la población rumana en la pobreza.

Paseamos por el centro de la ciudad, hacemos un alto en una coqueta terraza situada en unas calles peatonales que podríamos ubicar en cualquier ciudad Europea, limpias, perfectas y sin apenas bullicio.

Visitamos templos ortodoxos donde los hombres deambulan, enfundados en sus vestimentas negras, por entre los macizos de flores de los jardines de las iglesias. Una iglesias que nos resultan curiosas, muchas de ellas con los interiores de madera, desprenden una luz cálida, supongo que en parte por el dorado de sus adornos. La foto del Patriarca de Bucarest domina la sala donde no vemos ninguna estatua. Las paredes lisas contienen algún que otro cuadro, una imagen o pintura. Hemos de admitir que no sabemos apenas nada de la Iglesia Ortodoxa y, al no tener a nuestra guía con nosotros, nos limitamos a ser respetuosos, a observar y preservar en nuestra memoria todos los detalles posibles y a admirar las combinaciones de colores de los muros y al techumbre. Hay tantas cosas que no sabemos… pero para viajamos, para aprender.

Casi sin darnos cuenta la mañana se nos escapa entre los dedos y hemos de dejar atrás las iglesias, los arcos y estatuas, los cables y las obras para comer algo y poner rumbo al pequeño aeropuerto de Bucarest. El despliegue de tecnología nos abruma en este edificio, los número de los vuelos son cartones que el personal de tierra va cambiando a mano. La gente se apelotona en la pequeña sala que es el núcleo del aeropuerto y que está dominada por una cafetería. Nuestro avión va con retraso, una, dos, tres horas. La gente sale del aeropuerto para pegarse una siesta en el césped de la rotonda de la entrada y allá que vamos nosotros. Un rato después volvemos a entrar y, ahora sí, nos dirigimos a las puertas de embarque… no vamos muy lejos puesto que las 3 están juntas y no hay más. En otra sala más pequeña que la anterior esperamos un par de horas más hasta que deciden que nuestro vuelo ya puede salir. Atravesamos la pista a pie y ya, por fin, 5 horas más tarde de lo previsto, ponemos rumbo a casa.

Una escapada que nos ha enseñado tanto en tan poco tiempo. Un país que nos ha mostrado una pequeña parte de él y que ha conseguido despertar el ansia de visitarlo de nuevo, durante más días, para poder explorar bien las tierras de Transilvania, con sus cementerios alegres y sus iglesias de madera, para descubrir esos pequeños pueblos blancos, las iglesias ortodoxas. Para seguir disfrutando de la oscuridad del bosque y de los contrastes que, aún, nos brindan las tierras, las ciudades y, sobretodo, la gente.

No podemos acabar esta pequeña crónica sin mandar un beso muy fuerte a Andreea, que nos acogió en su casa, nos hizo de guía y soportó estoicamente todas nuestras preguntas y a Sergio, porque sin él nunca habríamos vivido esta fantástica experiencia. Muchas gracias.


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