viernes, 19 de octubre de 2012

Día 4: Nostalgia

Hoy nos levantamos pensando que es nuestro último día en la isla y la verdad es que no tenemos ganas de irnos.




Hacemos la maleta a regañadientes diciéndonos a nosotros mismos que aún quedan muchas horas por delante para disfrutar de lo que nos rodea y mientras desayunamos preparamos el planning para hoy.

Así que, ahora ya con las maletas en el coche, ponemos rumbo al norte, las tierras desconocidas y recorriendo unos paisajes de ensueño hacemos un alto en el Ecomuseo de Cap de Cavalleria que hay camino al Faro. La música chill out, un gato por toda compañía, el sol subiendo perezoso en el cielo y tras una eternidad marrón, de piedra y tierra, un pequeño faro que se yergue orgulloso. Este es el magnífico escenario que nos rodea mientras tomamos un café con leche.

Retomamos el magnífico camino y tras abrir alguna que otra puerta que nos cerraba el paso, continuamos alegres hasta el pie del faro donde descubrimos que… no estamos solos. Un pequeño autobús espera a un grupo de jubilados alemanes que caminan por el escarpado paisaje. Y allí vamos, subiendo y bajando, asomándonos a los acantilados, observando el paisaje casi lunar e intentado adivinar de qué son los restos que encontramos allí y, sobretodo, a qué época pertenecen y por lo que parece eran enclaves de baterías de cañones de la guerra civil (no andábamos muy desencaminados en nuestras cábalas). Tras intentar explorar una cueva que sirvió de polvorín y tras casi descuajaringarnos varias veces con las irregulares piedras, volvemos al coche y regresamos sobre nuestros pasos para hacer un alto en la playa de Cavallería.

Sin apenas gente, la roja piedra contrasta con el azul del agua. Es una verdadera lástima que no llevemos los bañadores, pero imaginad subir al avión con el bikini y el pelo lleno de sal. Así que diciéndonos a nosotros mismos que la próxima vez que vengamos a la isla será la primera playa donde nos bañaremos, volvemos al coche y tras esquivar a nuestros jubilados, decidimos acercarnos a Cala Pregonda.

Allá que vamos por la autopista de las carreteras de montaña (un solo carril… como de…30 metros de ancho, todo de tierra, pedruscos y socavones) hasta que llegamos a un restaurante y el inicio de un sendero. Un kilómetro nos separa de Cala Pregonda, así que nos ponemos en marcha, un pie detrás de otro, disfrutando de la brisa y del paisaje. Tras cruzar un pequeño puente de madera que bordea un… llamémoslo laguito… atestado de peces y ánades de todo tipo y condición, llegamos a Cala Binimel•là, totalmente solitaria y continuamos por nuestro sendero, perdido en un mar de tierra rojiza que más nos recuerda a aquellos westerns y al Gran Cañón que a la costa española. Una subida y… a contener el aliento. Una preciosa cala se abre ante nosotros. El agua plácida se muestra totalmente turquesa bajo los rayos delicados del sol de la mañana. La marea hace que las pequeñas olas rompan perezosas contra la negra piedra, húmeda. La arena blanca se invita a sentarte, a olvidar los problemas y a no escuchar más que el murmullo del oleaje que viene y va… Nos abandonamos en este pequeño trocito de paraíso al que, por desgracia, no dejan de llegar playeros en playeras quejándose del camino recorrido… quien dijo que alcanzar el paraíso no supusiera un esfuerzo?¿

Con la gente buscando sus rincones aquí y allí, salpicando la virgen arena con toallas de publicidad y botes de crema solar, y tras un último vistazo, demasiado corto para nuestra alma pero lo suficiente como para dejar un trocito de corazón enterrado en lo más hondo de la bahía, nos disponemos a recorrer el camino de vuelta: otro kilómetro, ¿quién lo diría? Y aquí es donde realmente comienza nuestro regreso a casa, pues una vez en el coche, nos dejamos perder por los caminos guiados sólo por el sonido de la música y por la obligación, pues ahora sí hay que empezar a acercarse al aeropuerto.

Pero en un intento inútil de alargar nuestro viaje nos acercamos a Son Bou, para ver los restos de una antigua Basílica cristiana, nada en edad comparado con los monumentos que hemos visitado en la isla, pero siempre es agradable ver una forma conocida. Esquivando abejas, avispas y otros ivni (insectos voladores no identificados… ni ganas) llegamos a la enorme (para ser Menorca) playa de Son Bou, reducto de alemanes churruscados que toman el sol a la sombra de unos edificios estilo “Art Lloret” de lo más típicos mientras beben sangría y comen paella. Por suerte, es de los pocos complejos de edificios altos que hemos visto en la isla y, aunque sea algo, se agradece el respeto por el frente costero.

De mala gana nos vamos a Mahón, por eso de comer algo y dar el último paseo estando ya cerca del aeropuerto. Después de comer una impresionante pizza (nada típico, ya…) en uno de esos sitios en los que no sabes ni si meterte y que luego resulta que son todos italianos, nos comemos un heladito y hacemos un poco el guiri entrando y saliendo de las tiendas de souvenirs. Pensando en el avión, mirando el reloj, observando el sol…

Así que corriendo nos metemos en el coche de nuevo (qué sensación de estar dentro de una lata teníamos el primer día y ahora le hemos cogido hasta cariño al cochecito) y hacemos una última escapa a Es Grau. Atravesamos la Reserva Natural de la Albufera y nos decimos que en nuestra próxima visita a la isla la reserva merecerá un buen paseo para conocerla a fondo, y llegamos al pequeño pueblo de Es Grau, típico pueblo de casas blancas que mira al mar con esa mezcla de amor y nostalgia, de respeto y, porqué no, con un poco de miedo.

Allí nos aposentamos en una terraza casi a pie de playa. Nos despachurramos en los asientos. El olor del café que nos acaban de traer se mezcla con la brisa salada. Cierras los ojos. El sonido del viento en los árboles sobre tu cabeza, la risa de los niños que juegan en la playa, los pequeños rayos de luz que se cuelan entre las ramas y que te acarician el rostro con suavidad. Respiramos profundamente, intentando llevarnos a casa los olores y colores, los sonidos de la isla. Miramos el reloj. Maldito reloj. Y ya va siendo hora de despedirnos definitivamente de la isla.

Nos montamos en el coche como con nostalgia, y aún no nos hemos ido. Apuramos los kilómetros para que pasen más despacio bajo nuestras ruedas pero, para qué engañarnos, esta isla no es muy grande y en seguida llegamos a nuestro destino. Dejamos el coche en perfecto estado, sucio, pero estupendo. Pasamos los controles y esperamos nuestro vuelo. Miramos por los ventanales como el sol, poquito a poco, se va escondiendo detrás de los aviones, y nuestro único pesar es no poder disfrutar de ese espectáculo sentados en alguna tranquila playa, con el sonido del Mediterráneo por toda compañía.

Subimos al avión. Cinturones abrochados. Cuando nos elevamos miramos por la ventanilla intentando vislumbrar algo de lo que despedirnos y ya no hay más que oscuridad bajo nosotros y sobre ese inesperado paraíso que se ha ganado un lugar en nuestros corazones.

Llegamos a Barcelona y cuesta creer que el oscuro mar que nos espera es el mismo que brillaba turquesa. Cuesta creer que el cielo gris y pesado que nos cubre es el mismo que de noche nos mostraba un manto de estrellas, que parecían tejiditas una a una por una mano experta. Ahora sabemos que el azul es el mar y el cielo de una isla que nos ha permitido dejar en sus tierras el estrés y el pesar de la ciudad, bien escondido, abandonado en lo más profundo del mar.

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